Nunca podré llevarte flores.
Paz sube la cuesta de la Atalaya con el cargamento de ocle
ligado a su cabeza y apoyado en su espalda. Está contenta; ha recogido mucho hoy. Pisa con firmeza el camino. Lo sabe de memoria pues ya lleva días haciéndolo. Pero tiene que prestar atención; un traspié sería mortal. Además quiere evitar las flores silvestres que nacen aquí y allá, y que hacen el camino hermoso. No se parará hasta aquel punto que ella sabe. Allí tomará un respiro, como las otras mujeres hacen cuando van. Se fuerza a continuar hasta ese punto. Si parase, el camino se le haría mucho más largo y tiene ganas de llegar a casa cuanto antes. Va recordando a su hermana, cuando bajaban a la playa, al amanecer para que nadie las viera, cuando se bañaban envolviendo su pureza vestal con una sábana blanca, para que ningún intruso descubriera sus cuerpos. ¡Qué placer recibir el abrazo de la mar fría, tan de mañana! “Alrededor de las 6 bajábamos; sí, sobre las seis”. Se obliga a caminar pisando con fuerza el terreno que apenas distingue para afianzar el paso, para no resbalar. El cargamento la reclina y como un elefante viejo y cansado y cargado, camina poco a poco, lentamente, levanta un pie y lo reposa un poco más allá, unos centímetros más allá. Un pie, otro pie, y ahora el otro y el otro... Llega al punto exhausta. Se retira el cargamento de la cabeza y ya se nota, como siempre, una corona de alfileres apretada en las sienes. Y miles de puntitos brillantes salpicando su visión, como el reflejo del sol en las olas, en verano. Apenas distingue el horizonte. Cierra los ojos, tira la cabeza para atrás respira hondo, y abre los ojos de nuevo. Sonríe con la visión de la mar. Hoy hace buena mar. Paz, mira la mar con la tranquilidad de que lo más difícil del camino ya está hecho, y como siempre desde ahí, habla a su hombre: “José, estarías orgulloso de mí. Estoy trabajando duro. Sé que hago todo lo posible. Sacaré adelante a los niñinos... José, ¿estás ahí?, ¿Me escuchas?... José, José...” Pacita empieza a sollozar y a hablar en voz alta. Nadie la escucha, está sola, con el mar delante. “José, ¿por qué te dejé ir? ¿Por qué te mataron? ¿Qué hicimos mal, José, qué hicimos mal?” La mar ruge allá abajo. A ella le gusta creer que el cuerpo de José después de asesinado acabó en la mar, la mar que tanto su hombre amó. Pero nadie lo sabe con seguridad. Pacita respira hondo intentando recobrar la serenidad, no le gusta llorar. Alza la voz un poco más, como si con ello quisiera conseguir que José la oyera: “José, ¿dónde estás? ¿estás ahí en la mar? ¿te dejaron en la cuneta? ¿Tan cerca de mí que podría volver a besarte...? ¿ Besar aunque sólo fuera la tierra que te cubre? José... quiero besarte, abrazarte…. No voy a poder José, me muero sin ti… Señor, ¿por qué me has hecho esto en que te he faltado? ¡Dios mío, Dios mío! José, ¿dónde habrán dejado tu cuerpo? Si yo supiera dónde estás José, te llevaría flores, José... Ahora las hortensias azules están preciosas... José todavía te quiero, no te he olvidado. Nunca te olvidaré... Pero nunca, nunca, podré llevarte flores”. Paz se calla y poco a poco las lágrimas se recogen; vuelven al corazón, hasta nuevo aviso de Pacita, cuando se permita llorarlas. Luego, sosegada, resignada, respira hondo, recoge la carga y se la cuelga a la espalda, sujetando la cinta a la cabeza. Mira una última vez a la mar y emprende el camino de nuevo, decidida a no llorar más.
("Nunca podré llevarte flores" es un pasaje de mi "novela", ese libro que llevo años proyectando sobre la historia de mi abuela, viuda de la guerra civil. Con motivo del DÉCIMO ANIVERSARIO DE LA ASOCIACIÓN PARA LA RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA, hago esta entrada hoy)