El que ha tenido frío de pequeño, tendrá frío el resto de su vida, porque el frío de la infancia no se va nunca. El mundo, J.J. Millás.
¡Por fin!, pensó asomada a la barandilla con las manos atenazadas al frío hierro; el pecho y la cabeza colgando vertiginosamente desde aquel séptimo piso. El taxi allí abajo, pequeñito, y ellos, diminutos obstáculos que empequeñecían a medida que se alejaban rumbo a una despedida eterna. Despegó una mano instantes de segundo para dibujar un adiós, seguramente invisible a los de la calle, y se metió para adentro con una sonrisa traviesa ajena a una de las mayores tragedias de su vida. Ignorante de todo lo que Tatá había significado y significaba para ella, aque-lla Raquel de casi trece años, no quiso sentir cuánto sufría. La cortó de cuajo co-mo el cuchillo de un carnicero separa fría y mecánicamente una lonja del muslo de la ternera. Así pudo montarse su pequeña aventura de adolescentes, subién-dose a casa a algunas amigas y al primer chico, el primero que entraba en casa. Mientras, los otros, enterraban a Tatá.
Treinta y cuatro años más tarde, la memoria de Tatá llega a ella, Raquel, más viva que nunca. La sonrisa de aquella mujer se ha dibujado en un hombre prácti-camente desconocido que la ama humanamente enajenado. Este hombre, hoy, al darse a ella, al abrazarla con toda su ternura y deseo, la ha desnudado de sus miedos, de su hoy, de su pasado más reciente y la ha devuelto al balbuceo de sus dos años. Raquel no sabe por qué ni cómo la imagen de ellas dos juntas se ilumi-na en las pupilas de él, encendido, entregado al juego amoroso. Sangre de ama-polas fluye entre los dos cuerpos mientras Raquel, asombrada, siente reabrirse antiguas heridas de su alma. En segundos recobra aquel pedazo de su vida y, asustada, empieza a temblar en llanto. Entonces, él deja de moverse sobre ella para, comprensivo, escucharla:
Llora susurra él, llóralo todo.
Raquel desentierra el recuerdo de aquella mujer. Se sosiega poco a poco, mientras le cuenta a él.
Tatá siempre estaba allí para ella, para cuando ella quisiera. Fue su refugio mu-chos días de batallas domésticas en casa de sus abuelos, donde vivía desde que nació. Desde que aprendió a caminar, la niña se escapaba hacia la puerta y re-clamaba a la vecina. Raquel tardó en caminar, pero en hablar, mucho más. Em-pezó a hablar con casi tres años y como no sabía pronunciar el nombre de la ve-cina, la bautizó Tatá. De hecho rebautizó a toda la familia. Al marido (¡esta niña es muda!), le puso Amó, y a la hija de ambos (¿pero ya está aquí otra vez esta ni-ña?), Naná. Aquélla era la familia de vecinos que vivía en el cuarto primera: Tatá, Amó y Naná. La familia de Raquel, abuelos, padres, hermano, tíos y primo, habi-taban el cuarto segunda, aquella casa en aquel edificio histórico de la calle Mun-taner que permanecía anclada en la guerra del 36. Aquella casa era un polvorín. Cuando empezaban los ataques entre su tía y su abuelo, “¡fascista!”, “¡cállate ro-ja!”; cuando la abuela amenazaba con tirarse por el hueco de la escalera “¡no puedo más, no puedo más! ¡quiero morirme!”; cuando el abuelo gritaba “cállate ya mujer, la que se ha de tirar es la bruja de tu hermana”; cuando su madre se iba a llorar su desgracia al Pasaje de la Merçè… Raquel niña, se iba para el cuarto primera, a mecerse en la cama con Tatá. O cuando su madre salía a comprar. O cuando tenía frío. En casa de los abuelos siempre hacía un frío helador. ¡Y tantas, tantas veces esa niña sintió frío! ¡Y tantas, tantas veces Raquel niña se sintió sola!... Y papá no estaba... Papá trabajaba en un barco, era marino y siempre es-taba en la mar, trabajando, ganando mucho, para que todos fueran felices... Así que Raquel adoptó a la familia del cuarto primera, sin saberlo.
En casa de Tatá había calefacción, una estufita de carbón de las de entonces, que calentaba desde el recibidor toda la casa. En casa de Tatá no hacía frío. Además, había unas enormes cajas de galletas, unas galletas deliciosas y Tatá le dejaba coger las que quisiera. También, le dejaba sentarse al escritorio del marido, en la habitación de enfrente, rodeada de lápices, bolígrafos, plumas, gomas de borrar de aquellas con escobilla... Papeles, tarjetas, postales, sobres... y una tortuguita de metal que le volvía loca porque si le tocabas la colita, que se movía de arriba a abajo, emitía un sonido como el timbre de la recepción de un hotel. Tatá le dejaba tocar todo a su antojo pues tenía plena confianza en ella. Allí la niña se encon-traba en el país de sus sueños, en la casa y con la familia de sus sueños.
Allí se pasaba horas y horas Raquel. Aún no iba al colegio y rara vez acompañaba a comprar a su madre pues ésta le daba a escoger y, por supuesto, siempre es-cogía quedarse con Tatá. No le importaba que aquella mujer fuera una enferma de riñón y que tuviera que pasarse el día en cama haciendo reposo. Si no estaba sentada al escritorio, desde donde se veía la cama de la habitación de Tatá, Raquel se estiraba al lado de la enferma y se abrazaba al cariño de ésta. Allí nunca hacía frío.
¿Otra vez aquí esta niña? ¿Pero cuántas horas lleva? –refunfuñaba a la vuelta del colegio Naná, que con quince años se asombraba de que alguien quisiera perder el tiempo con la pesada de su madre.
Desde que te has ido al colegio –afirmaba Tatá desde la cama, orgullosa de su niñita.
¡Qué niña más rara! ¡Y será que no tiene madre!
Nena, por favor, ya sabes como están las cosas ahí al lado. ¡Es tan buena! Se ha pasado la tarde mirando revistas conmigo y recortándolas.
¡Pues menudo aburrimiento!
Ya verás. Esta niña será periodista o, quién sabe, tal vez escritora.
¡Anda mamá! ¡Y yo princesa de Mónaco!
Naná no soportaba a aquella cría que se metía en la cama de su madre, que se pasaba las horas muertas con ella, jugando, escuchando los cuentos y las histo-rias que ella había escuchado antes y que ya no recibía. Su madre y Raquel, es-tuvieron casi cinco años, tejiendo historias las dos juntas. La imagen le producía una rabia que no podía controlar aunque no sabía bien por qué. Sin embargo, la niña nunca se sintió molesta en aquella casa, su refugio contra las bombas ame-nazantes, las restricciones de cariño y el frío devastador. Nunca le pareció inco-modar a Naná, e incluso aprendió a ver a ésta como a una hermana mayor. Aun-que para entonces su nueva familia estaba incompleta, pues Amó ya se había ido al cielo.
Cuando Raquel cumplió cinco añitos, sus padres tenían reunido el dinero sufi-ciente para independizarse de los abuelos y mudarse a otra casa. Para huir de aquella guerra. Se fueron a vivir muy cerca, en el mismo barrio. Tenían noticias de Tatá y Naná todas las semanas. A Tatá la veían todos los domingos en misa. Hasta que un día tocó despedir a Tatá. Raquel adolescente no supo decirle adiós. O no quería. O tal vez fue Tatá que no quería irse del todo, que no le decía adiós. Ahí estaba desde siempre arrullándola con sus palabras aunque la adolescente la ignorara: No estás sola Raquel, estoy aquí, siempre a tu lado. Cógete, tápate mi niña.
Tatá aparece por sorpresa muchos, muchos años después, en el ovillo de carne y huesos que Raquel hace con un hombre del que sólo sabe su nombre y su oficio; un hombre al que cree bueno. Tatá bella y elegante como siempre, hermosa en su ternura, le dedica una sonrisa mientras le extiende los brazos, para que ella acu-da. Valiente, Raquel aparta al hombre que la cubre con dulzura, para brindarle el adiós merecido a una madre, consciente de que ésta seguirá ahí para siempre.
(A Tatá y Naná)
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